Una narración escrita por María Cadarso.
En un lugar oculto del universo, en una galaxia con forma de lentejuela y luz de mediodía existía un pequeño y a la vez inmenso lugar lleno de vida.
Cierto día, llegó hasta él un “vagabundo de las estrellas”, un viajero solitario cuya única dedicación consistía en observar el mundo por el simple hecho de contemplarlo.
Lo recorrió de cuantas formas era posible, a todos los ritmos y en todas las direcciones conocidas y no le llamó la atención ni el desordenado relieve, ni los contrastes de sus tonalidades, ni la variedad de sus sabores, apenas prestó atención a los profundos mares, a los callados lagos. Pasó de lado por los asfixiantes desiertos y por los frondosos bosques. Y nada de esto le hizo frenar la marcha de su camino.
Sin embargo se detuvo en cada uno de sus habitantes, había descubierto que eran todos diferentes, no se encontraba entre toda la población a dos seres iguales, bien por grandes y vistosos detalles o por minúsculos rasgos, cada uno de ellos era único.
La particularidad de este lugar era que, a pesar de ser todos irrepetibles, estaban divididos en dos grandes grupos, unos eran los “normales” y otros los “especiales”.
Tanto le sorprendió que decidió pasar más tiempo del previsto allí, no entendía por qué si para él eran todos diferentes o iguales en sus diferencias, ellos mismos se discriminaban en función de no sabía qué factores. Necesitaba encontrar la respuesta.
Comenzó hablando con la gente, dedicó días y días enteros a mantener conversaciones con todas aquellas personas que se cruzaban en su camino, pensó que quizá muchos de ellos estarían escondidos en sus casas así que llamó puerta por puerta para conversar también con quienes no salían. Tras largas horas de intensos días empezó a obtener ciertos datos.
Entre los grupos de “especiales” y “normales” había tanto mujeres como hombres, había quienes destacaban por su elevada inteligencia y conocimiento del mundo como los que no, lo mismo que ocurría con la simpatía, la humildad, el orgullo, la codicia, la bondad, la generosidad, la perspicacia y el sentido del humor. Nada había en un grupo que no se repitiese en el otro, lo cual le hacía pensar que ninguno de esos factores era el determinante.
Se dio cuenta entonces de que no había recurrido a lo más sencillo, preguntar directamente el motivo de dicha separación. La respuesta que obtuvo por parte de los “normales” fue simple y tajante: “porque son diferentes a nosotros”. Y la que recibió del otro bando fue tímida y resignada: “porque siempre ha sido así”.
Tras esto se dio cuenta de que no había descubierto la causa pero sí había obtenido una importante pista. El grupo de los “normales” era quién dominaba el orden de las cosas, mientras que los otros asumían lo establecido. Lo que no le quedaba claro era sí lo hacían porque no les quedaba más remedio, porque ya daban por hecho que esa situación era la correcta o porque les estaba impedido luchar por cambiarlo.
Estuvo meditando largo rato hasta que pensó en las miradas y decidió iniciar una nueva búsqueda en esa dirección. Encontró entonces miradas de alegría, de tristeza, de miedo y de soledad, las había también de deseo, de ira y de amor. Casi tantas como individuos. Esto tampoco era lo que buscaba, no dependían del grupo.
Probó con los rostros, con el tamaño de las manos, con el color del cabello, con el gusto por la música, por la lectura y por la danza, lo intentó con el tamaño de los pies y con el número de lunares. Pero nada, era frustrante, no encontraba nada.
Cansado se dirigió a una fuente en la que jugaban entretenidas dos niñas idénticas.. Asombrado se acercó a ellas y notó entonces que las miradas de ambas era diferentes, una de ellas era tímida y la otra extrovertida, tenían las sonrisas distintas. Muy nervioso preguntó ¿sois “normales” o “especiales”? A lo que respondió una de ellas moviendo sus pequeñas manos: -yo soy “especial” y mi hermana es “normal”. Muy extrañado preguntó a la otra: ¿pero por qué?. –Porque ella no habla como yo- dijo con un dulce hilo de voz.
El viajero sin comprender nada siguió su camino. Pensando en este curioso hecho, buscó por tierra y mar otros casos parecidos. Encontró a otros dos hombres idénticos físicamente, habló con ellos y vio que uno era mucho más simpático y amable que el otro, les preguntó si uno de ellos era “normal” y otro “especial” y para decepción suya descubrió que no, ambos eran considerados “normales”.
Cada vez se ponía más nervioso, ¿qué podía ser?, agotado y sin fuerza se detuvo en medio de un camino, a los pocos minutos alzó la vista y vio a dos jóvenes idénticos acercarse a él, sus cabellos eran rubios como el oro y sus manos grandes, tenían los ojos azules y un gracioso lunar en el rostro. Uno de ellos caminaba con elegancia mientras que el otro iba sentado en una silla. Harto de hacer tantas preguntas, decidió no hablar con ellos, seguramente le dirían que eran los dos “normales”, aunque uno fuese más noble que el otro o uno fuese aficionado al tenis y el otro al baloncesto.
Cuando se alejaban vio que intentaban entrar a un establecimiento, sólo pudo entrar uno de ellos, el que caminaba con elegancia. Le llamó la atención y se acercó con rapidez. -¿Por qué no entras tú?- preguntó. –Porque no me está permitido, por no ser “normal”. ¿Y por qué no eres normal?, ¡no lo entiendo!. -Porque no puedo andar- respondió el joven.
Disculpa el atrevimiento pero… yo te he visto llegar aquí de la misma forma que a tu hermano, habéis hecho el mismo recorrido, aunque con medios diferentes.. .
Y entonces lo vio todo de forma clara… Era como la niña que hablaba con las manos y su hermana con la voz, como el niño que expresaba su necesidad con gestos y el que gritaba pidiendo agua, como el hombre que rozó su cara y el que miró fijamente para conocerle….
Descubrió entonces que se trataba de algo más sencillo de lo que él pensaba, no eran diferencias sustanciales, eran diferencias de orden práctico, de usos y funcionalidades. El mundo estaba adaptado y hecho para los “normales” y quienes no encajaran no tenían más remedio que vivir resignados bajo la consigna de “especiales”.
Él era un viajero, alguien que se dedicaba a observar, ya había observado y contemplado, había descubierto la lógica de la organización y era el momento de marchar. Pero por alguna extraña razón se sentía incómodo, sabía que había una injusticia y no era capaz de abandonar aquello siendo indiferente. Así que hizo una excepción en sus reglas de viaje y visitó casa por casa a todos los habitantes de lugar, les contó uno a uno esta historia y les pidió que fuesen todos juntos a la misma hora al mismo lugar, que allí se hiciesen ver, todos diferentes como eran, olvidando si estaban o no catalogados como normales, que escuchasen, que atendiesen a miradas y a razones mucho más profundas. Estaba seguro de que si todos juntos se hacían visibles en sus peculiaridades descubrirían todos que no tenía sentido continuar con esa división.
María Cadarso Mateos